8.18.2009

Manual para ser viejo

Cinco y media de la mañana de un día lunes, y lunes de agosto, que son los que más duelen. En la terraza enladrillada de una casa cualquiera, está el abuelo, meciéndose suavemente en su silla de mimbre viejo y gastado. A sus espaldas, guindando de la pared, una jaula de negros barrotes sirve de recinto para sus dos turpiales (macho y hembra). Matan el tiempo comiendo higo y buscándose el lado.

A escasos tres metros, a su izquierda, se encuentra la abuela, lavando ropa con jabón azul. Sus manos, ya no tan tersas, restriegan con rabia. Los pájaros del rededor han entendido que la ingratitud es una cruz que ellos, siendo tan pequeñitos, no pueden cargar. Por eso deciden jugar al trapecista en los alambres de ropa, que a su vez, escurren gotas que se suicidan contra el piso de piedrilla.

Suavemente, como si se tratase de una de sus hijas que ya no lo visitan, el abuelo agarra una guayaba y se la lleva a la boca. La mastica lentamente, como si el mundo no fuese acabarse nunca. Los bigotes del sol comienzan a hacerle cosquillas en su rostro de uva pasa.

El ladrido de un perro desesperado; el aleteo y el canto hamelinesco de los pájaros que le hacen compañía; las gotas que escurren, y los jadeos de la abuela que en el lavadero lucha contra los mojados y por ende pesados jeans que solían regalarles sus nietos en navidad, obligan al abuelo a concentrarse en su guayaba. La mecedora no deja de mostrar su arte.

De pronto, el abuelo advierte que su guayaba, ya en sus últimas, no tenía ningún gusano.

Los pájaros visitantes emigran, el perro calla. Afuera, el mundo vuelve a su masacre diaria. Buses, taxis, gritos, polución. Las gotas de agua que guindan de los alambres de la ropa se aferran a ellos con frenesí. La abuela cierra la llave, seca sus manos, y se acerca a su hombre. Le besa en la cien.

Ambos lloran y los turpiales de la jaula piden más higos.


Los abuelos, más hijos.

Por
Juan Esteban Villegas
Agosto, 2009.

10.25.2008

Sebastian Villegas y los bemoles de la tristeza

Texto y foto: Juan Esteban Villegas

Advierto que no es nada mío. El honor se lo dejo a otro. Si mucho coincidiremos en el amor por Nietzsche, el vino barato y las niñas bonitas.

Lo conocí de botas platineras, jeans ajados, con un piercing en cada oreja y con sus pómulos salpicados por el baile de pus de los años enanos. Acariciaba una Fender de baja monta. Sus dedos cuajaban temas de Malmsteem y Metallica. De vez en cuando, Romanza, la anónima. Enruladas como las de Ninón (como diría Antonio Tormo en una de sus canciones) sus largas greñas dormían ilustremente sobre sus hombros.

Lejos de su tierra, pero más doloroso aun, de su madre, Sebastian acariciaba los trastes de su guitarra con rabia. Ya lo hace con delicadeza, que como diría Silvio, no es lo mismo, pero es igual.

Pero los toques de hoy han abortado ya el estruendo. Me refiero al estruendo estruendoso. El de ahora, es un estruendo frágil, casi tímido, pero también altivo y penetrante. Sus dedos pueden lograr que un Re mayor suene igual o más triste que un Do sostenido menor. El triste es él; no el acorde.

Del Capricho Diabólico de Paganini, Sebastian Villegas puede pasar a uno de esos bambuquitos colombianos que huelen a boñiga y a nutria. En sus sueños, Segovia toma café con Gil Montaña, y si hay otra silla, bien se puede colar Antonio Lauro y Agustín Barrios. Y Bach mirando por la ventana.

Atrás se quedaron el jean roto, la aretica, las botas, y las camisas negras que intentaban dibujar una tristeza mal sustentada. La de ahora es en serio. No necesita de ropa oscura. ¿Qué va a saber una anacrusis o una escala menor de moda?

Junto a su atril, un cuarzo. Mas allá, un retrato de su madre. En otras palabras, otro cuarzo, pero carniforme. No tiene más audiencia que los cientos de libros que su papá, Jorge, manosea cada que tiene un “break” en la factoría.

Sin saberlo, este joven de 19 años de edad, oriundo de Medellín, Colombia, toca para Foucault, León de Greiff, Lautreamont, Borges, Onetti, Kristeva y Camus. No aplauden, por que el silencio es la suerte de los espíritus virtuosos. Sebastian colombiano, y Colombia tan falta de cultura.

Para García Lorca y Unamuno también hay. No es sino que cambie de guitarra y Villegas salta al gramado con una bulería o una seguiriya. Así es el, ecléctico, polifacético, con máscaras sinceras. Y olé.

El único estudiante de música del Passaic County Community College de Paterson; el único capaz de metérsele de lleno a esa bestia indómita y bella que es el pentagrama. Es Sebastian Villegas, mi amigo. Al diablo con la objetividad.

Prende la huqqa (pipa árabe) y pone a hacer café para ambos. En el fondo, “La Patética” de Lucho Beethoven. En la sala de su casa ya no hay rastro de las dos guitarras. Muere el alemán.

De la nada, es decir, de donde Sebastian nació, sale un oud; una especie de guitarra enana alimentada a punta de Wendy’s. Gorda como las ganas que tenía yo de oírlo.

Las notas que salen de este instrumento huelen a Namibia, al sobaco de Rumi, o a la boca de Khalil Gibran.

Un joven colombiano, criado a punta de agua de panela, acotando melodías sirias, iraquíes y persas, para quien su estadía en el PCCC es algo meramente transitorio. El piensa, pero no en grande por que grande ya es. Aspira ingresar al Mannes School of Music, en New York.

Hace una pausa, toma café y aspira la huqqa. Traquean las falanges. Y hasta quizás su alma también. Y vuelve el oud a la masacre de la mediocridad.

Flamenco, clásico y más clásico. Así es Sebastian. Un joven cuyo vasto conocimiento musical no lo impide de hablarle a sus semejantes con esa firmeza que solo la humildad otorga. Es un orgullo. No digamos que hispano por que así lo estaríamos limitando. Es un orgullo y punto, más no final.

El hijo de Nora y Jorge, el joven de voz turbia y profunda. El parsero. El guitarrista. El Sebastian que, con sus canciones, hará no que vibre el mundo, sino la vida misma. Esa misma que lo odia. Por que ella sabe que contra él, no se puede competir...

Mientras tanto, las cuerdas siguen sonando. Y yo termino el café. El artículo aun no.

Eso le corresponde a él.

10.02.2008

Paterson...puta, sucia e histórica.



Foto y Texto: Juan Esteban Villegas


Hace como seis meses, después de una larga jornada de estar alzando cajas en el trabajo, llegué a mi casa, y un periódico de nombre “The Patersonian” dormía dulcemente en las escalas. En ocasiones pasadas, cuando hacia limpieza en Sears, lo había usado para limpiar ventanas y espejos. Esta vez, sin embargo, la avispa de la intriga me picó, y bien duro.

Nada del otro mundo; noticias de cientos de proyectos (solo proyectos) para una ciudad como Paterson, tan constantemente relegada ella por ciertos políticos de turno que lo único que hacen es calentar silla ya sea en el City Hall, en Trenton o en Washington.

Por allá a lo último, como quien dice “no lo lea”, me topé con un artículo titulado “Homeless in Paterson...A Growing Wound (Indigentes en Paterson...Una Herida que Crece), en el que su autor, Eli Zwillenberg, con una pluma mas literaria que periodística, reveló el poético y trágico mundo de los indigentes de Paterson, Passaic y zonas próximas.

De acuerdo a un reciente estudio nacional (PIT Project), entre el 2006 y el 2007, el número de mendigos del condado de Passaic aumentó en más de un 165%. No obstante - nos dice Zwillenberg – esta cifra podría ser mucho mayor ya que la mayoría de estas personas viven escondidas bajo sus sucias y roídas sabanas, aisladas totalmente del mundo y sus encantos (¿?).

¿Mi opinión? Bueno. Primero que todo, felicito a Eli por su nota. Humanamente hablando, apunta al espinazo emocional del lector. Socialmente, busca la cohesión social y cuestiona el desempeño de la autoridad local. En cuanto a lo literario, sin dejar de ser original, su pluma nos recuerda a Kerouac. Suciamente bella.

En mi primera columna de opinión, escribí acerca de Paterson la histórica, la fea, la asesina, la indiferente. Zwillenberg confirma mi teoría: esta ciudad, tan famosa ella por su industria textil de comienzos de siglo, hace que la vida se nos deslice por entre las manos como una seda, mientras que nosotros estamos muy ocupados trabajando over-time o viendo novelitas de Telemundo.

Aplaudo la bonita labor que hacen lugares de rehabilitación como Eva’s Kitchen (situada a tan solo dos cuadras del Passaic County Community College), en donde cualquier persona, sin pagar un solo chavo por ello y sin distingo alguno de raza, credo o sexo, puede recibir comida, ropa, techo y atención médica. No atienden a más indigentes no por que no quieran, sino porque, como decía Eli, muchos de ellos prefieren seguir siendo hijos de la luna, la basura y la droga.

Pero mas que a Zwillenberg y a los centros de caridad y rehabilitación, felicito a la autoridad local y los felicito a ustedes, la comunidad misma (incluyéndome, obviamente).

Seguimos sonriendo y yendo a tiendas a gastarnos lo que no tenemos...Si. Para vivir tan bien en medio de una ciudad que se derrumba día a día y huele a orín, se requiere de mucha insensibilidad. Y para ser insensible hay que tener una mente brillante, por que el insensible, mira, detecta el problema, lo analiza muy detalladamente y luego se hace el de la vista gorda. Así que de todo corazón, felicitémonos a sí mismos.

Ah!, y como cosa curiosa, el artículo del que les hablo estaba en la página 22. Según la simbología del cristianismo, el número dos representa la oposición de contrarios: virtud y pecado, y luz y oscuridad.

La pregunta es: ¿quiénes son los de la virtud, y quiénes los del pecado?

Sé la respuesta, y que conste que soy agnóstico.

9.26.2008

Muerte Anticipada

No se si soy testarudo o poeta.
Izo banderas verdes, color abstracción, y
mi grafito siempre está lamiendo el papel,
mi mente siempre desmonta, y vuela, por la agonía gaseosa.
Cuando termino, los más fatuos versos jamás trazados
cobran vida, y mastican cardamomo;
siempre, siempre, con la terquedad de por medio,
con el desasosiego como meretriz
y con la incongruencia como redil
para que cuando vos los leas,
exclames “hey, poeta, me extravié”.


Juan Esteban Villegas

8.22.2008

UN AGUINALDO EN JUNIO


Por
Juan Esteban Villegas

Daría lo que fuese por volver a tener la oportunidad de entristecerte, de que volvieras a ser mi yegüita para poder colocarte anteojeras, amarrarte y sentarte en frente a un televisor para que vieses una película que te enseñase a querer, a mimar tu cerebro, a hablar solo cuando fuera necesario. En resumidas cuentas, de encerrarte sola en un cuarto, sin otra compañía mas que los recuerdos aquellos de cuando yo aún vivía y te escupía en la boca. Pero como ya no es posible, no me queda de otra que sincerarme contigo por medio de estas palabritas que aquí escribo, en el escritorio de la nostalgia y la sabiduría al que solo se puede acceder cuando se es un cadáver con esperanzas. Ojala y estas granadas que aquí te lanzo puedan hacerte entender que la vida solo será vida cuando no la trates como tal, cuando decidas remangarte la ropa cara que se que aún te sigues comprando y decidas saltar al vacío sin miedo a que tus uñas o tu cabello se ensucien o dañen, como la vez aquella cuando te llevé a la charla de literatura sobre Flannery O’Connor en New York y a la salida te dio por darme puños en el pecho, mientras gritabas que esa iba a ser la última vez que irías conmigo a un sitio donde lo único que pululaban eran personas que se habían sentado a escribir sin antes haberse puesto de pie para vivir la vida, adhiriendo, también, que las faldas que esa gringa campesina y parroquial se ponía eran horrendas.

Aquello fue una semana antes a las vacaciones de mitad de año, cuando rentamos una cabaña cerca a la playa y nos la pasamos comiendo pulpo, bebiendo ron, caminando a pie limpio, nadando en las noches y culeando con temitas de Moby de fondo.

Todo fue sol, trago, sexo por que sí, sexo por que no, te quiero mi amor, mutuas untadas de bronceador y protector solar, y veladas a punta de vino barato servido en vaso desechable. Mejor no podíamos estarla pasando. Pero tenía que llegar ese día, ese día lluvioso en el que el sol quiso dárselas de luna, ¿te acordás? Nos quedamos todo el día en la habitación, sin bañarnos – yo al menos -, y con el televisor apagado. Tú, entrando y saliendo del baño como vieja prostática, desfilando las costosas faldas, blusas y sandalias que compraste en las boutiques a los que nunca entré. Esas tetas tuyas de ensueño, firmes como un dictador, y aquel culo que espantaba al sueño se me antojaron, como siempre, únicos. Y mucho más al estar forrados por esas caras y delicadas prendas que habías comprado con la plata de tu papá. Yo, por otro lado, fumando cigarrillos de carnicero, tarareando la música de los Cranberries que provenía del cuarto de enseguida y ojeando un librito de Pedro Juan Gutiérrez.

- ¿Cómo me queda, amor? – preguntaste como si en realidad mi opinión contara.

Te contesté con una sonrisa. Te acercaste, espantaste las nubes de humo que me rodeaban y me zampaste un beso. Después de tu desfile de modas, te quedaste en tangas, sin brassier pero con una camiseta mía que coquetaba con tu rodilla, te hiciste una coleta en el pelo y te tendiste a mi lado, con tu mano sobre mi pecho lampiño, aferrada a mí cual niño autista a su madre.

- Debe ser muy duro para los sinsontes que mi abuela tiene en la terraza el estar encerrados todo el bendito día – dije mientras te acariciaba la sien. - Mi abuelita los debería dejar ir – agregué.

Afuera, a la llovizna se le habían sumado los relámpagos.

- Vos si sos como caído del zarzo, ¿no? Eso los perjudicaría mucho más por que ya no podrían valerse por cuenta propia.

La humedad del cuarto era cada vez mas descarada. Le subí al aire acondicionado, me puse de pie, fui a la nevera y saqué dos cervezas enlatadas. No más Cranberries en el cuarto de enseguida. Reconocí la voz de Nat King Cole. El negro, mi birra y las gotas de lluvia estrellándose contra la lata del aire acondicionado que daba hacia fuera. ¿Sabes? fui feliz durante ese ratico, niña, muy feliz.

Te paraste de la cama, abriste tu maleta, encendiste uno de tus cachos de marihuana y te comenzaste a pintar las uñas de las manos y pies.

- ¿Quieres el francés u otro color?

- El francés – respondí, y puse a sonar mi CD de Aznavour.

Apagaste el cacho y caminaste hacia la grabadora. Cogiste la carátula del disco, echaste la cabeza hacia atrás, frunciste el ceño, torciste la boca como si fueses leporina y luego, entre labios, dijiste algo. Destapaste otra cerveza, entreabriste la persiana y cuando volteaste yo ya estaba vestido.
Noté que ya había oscurecido.

- ¿Y vos que? – preguntaste.

- ¿Qué de qué? – respondí, mientras prendía otro cigarro y guardaba todos mis discos compactos en su respectivo estuche.

- ¿Para dónde vamos?

El humo del Marlboro que aspiraba con ridículo aire de poeta me ahogó. No respondí.

Saliste del baño con una falda corta, medio putonga, una camiseta blanca de manga sisa y una balaca color azul cielo. Vestías sandalias y me acordé de lo mucho que me fascinaban tus pies.

- La espero en el carro – dije mientras te maquillabas frente al espejo.

No quisiste ponerte el cinturón de seguridad. Al verse reflejado en la ventanilla de tu asiento, tu rostro, por efecto de las gotas de lluvia, parecía con acné. Te quise mucho en ese instante. Sintonicé una estación de música electrónica y luego posé mi mano sobre tu muslo. No la quitaste.

El mar estaba picado, la luna se estaba luciendo y el aire olía a sopa de arroz. Como ya había dejado de llover, decidí dejar las puertas del carro abiertas y el radio prendido. Mientras me desataba los cordones de los zapatos que me regalaste el día que acepté tirar a la basura los que más me gustaban, te dije que quería regalarte unas alas, comentario que no tuvo respuesta de tu parte.

Caminando hacia atrás, sin despegar mi mirada de la tuya y quitándome prenda tras prenda, me fui adentrando en aquel tapete de agua. Posaste tus manos sobre la cintura y soltaste una risita similar a la que soltabas cuando yo te decía que la filosofía era muy bacana, solo que no la sabían enseñar.

Seguí adentrándome, y cuando el agua comenzó a llegar a mis tetillas, hubo un instante en el que te tocaste el pelo y miraste al cielo. Asumo que una gaviota se llegó a cagar en tu crisma. Hecha mierda, entre llantos, comenzaste a gritar lo que yo creo era mi nombre. La música del carro y el chasquear de las olas no me dejaron oír.

Cuando el agua tapó mis orejas y a duras penas te podía ya ver, observé como aleteabas tus manos. En ocasiones parabas para sacudir la arena de tus pies. Luego, todo fue oscuridad. La única imagen que rondaba por mi cabeza era la jaula en la que mi abuelita guardaba a sus pajaritos.

Quiero pensar que te marchaste enseguida, pero tanto por tu bien como por el mío, lo mejor es que lo hayas hecho sin dejar huella alguna sobre la arena.

8.08.2008

DULCECITOS Y CAMÁNDULAS


Niña sin ti no sé
cuantas palomas dan
siete por tres palomas.
“Niña” - Ariel Barreiros

Por
Juan E. Villegas Restrepo

Para Andrés, peor que no comerse toda la sopa, era faltar a la clase catecismo para la primera comunión y a la misa que le seguía. La felicidad que como niño él sentía los viernes por la noche, se eclipsaba con los amaneceres de los sábados, cuando debía ir a la iglesia a memorizarse oraciones y a escuchar, obligado, la música de Palestrina de la que el cura Isaza tanto gustaba.

Estaba todavía en su cama haciendo pereza, hurgándose la nariz con los dedos índices, viendo Pingu el pingüino en la televisión y jugando de a raticos con sus superhéroes, de los cuales, el que mas le gustaba, era el Capitán Rayo. Si bien sabía que era día de rezos y el dolor de muela que lo venía azotando desde hacía dos meses seguía presente, Andrés se sentía pleno, igual o más poderoso que uno de sus superhéroes. Se bañó a toda velocidad, sin que tuvieran que repetírselo varias veces, sacó a relucir el pantalón de cordoroy que nunca había estrenado, la camisa de cuadros azules que siempre vestía para los cumpleaños, los zapatos negros de cuero y las cargaderas de anciano jubilado. Agarró lápiz, cuaderno y, como esclavo recién liberado, abrió la puerta de su casa y echó a correr.

A dos cuadras de la iglesia, en el toldo de Alfredo, el frutero ciego del barrio, estaba ella, la amante de Esopo y Perrault, la del pelo negro e indio, la de las pestañas que parecían patas de araña, la taciturna, la de ojos del tamaño de una tapa de gaseosa, la de los dientes de leche alineaditos y libres de caries que, como con pena, se escondían tras esos pequeños y rosados labios tan dignos de si. Ahí estaba María Paulina, esperándolo, riéndose a tientas. Sin mirarse a los ojos, se dijeron hola el uno al otro y ella procedió a arreglarle a Andrés no solo el pelo sino también el cuello de su camisa.

El niño recordó que los mangos que su papá le regalaba a escondidas, junto con una caja de chicles y uno que otro librito de los hermanos Grimm, eran los que Alfredo vendía, y entonces, sin que su niña lo viera, tomó uno prestado y lo metió en el amplió bolsillo de su pantalón.

Hablaba golpeado, olía a gasolina e interpretaba magistralmente a Albinoni en el violín. Así era Buitrago. Por su vicio de regalar dulces, en especial bombones, a los niños que más atención colocaran durante la clase, este hombre, de escaso metro sesenta de estatura, se había convertido en el preferido entre todos los otros cursillistas desde que las clases habían comenzado ocho sábados atrás.

Era su muela o dieciséis minutos y catorce segundos (que es lo que en promedio se demora una persona dándole matarile a un bombón) de éxtasis. Por eso, desde el comienzo Andrés le rechazó los dulces de Buitrago, al cabrón le dio por decirle al padre Isaza que él no estaba dispuesto a lidiar con la desobediencia de niños como Andrés, comentarios que llegaron a tocar el timbre de la casa de sus abuelos, quienes, un sábado, mientras nuestro personaje se lavaba los dientes con desaliento, los oyó irse lanza en ristre contra su mamá, aduciendo que su divorcio y nuevo matrimonio habían tenido efectos negativos en él. No fue expulsado del curso, pero todos, a excepción de María Paulina, comenzaron a mirarlo como si tuviese elefantiasis.

Así fue como ella se fue perfilando como la revelación de su grupo, no solo por su manera de responder las preguntas del gasolinero, sino también por su afán de querer ayudar a sus compañeros dictándoles las oraciones que debían memorizarse para el día de la mini oblea. Cada que ella abría su boca, a Andrés le dolía el estómago, le daban ganas de pipisear, de irse para la China, de perderse; la boca de esta princesa era como una cerbatana carniforme que escupía flechas con un aroma a chicle de sandía que le bajaba la autoestima al pobre niño y que el no sabia de donde provenía, pues María Paulina evitaba los dulces.

Faltaban pocos minutos para que comenzara la clase. Ellos seguían ahí, sentados sobre el andén, con los pies cruzados, escondiéndose del sol tras la mugrienta carpa de Alfredo. Una lágrima chiquita, de esas que a uno le salen segundos después de creer que llorar es peor que apoyar a las FARC, se instaló sobre el rostro de Andrés. María Paulina pretendía leer su cartilla de catecismo, por lo que no se dio cuenta. Buscó el poema que había escrito con un portaminas que también le había dado su papá, pero se encontró con que el mango se había estallado dentro de su bolsillo. Seis lágrimas más se sumaron a la ya existente.

Le lamió sus dedos para quitarle el pegote, le dio un beso en la frente y le dijo que si Dios no lo quería en su seno, ella si lo quería en el suyo, así no lo tuviera muy grande. Y entonces no fueron ni a misa ni al catecismo, sino que terminaron en el parque, rodeados por una tribu de grisáceas y cagonas palomas. Compraron crispetas y Andrés le leyó el poema que por fortuna había podido salvar.

María Paulina no dijo nada. El bombón de sandía que se estaba comiendo se lo impidió.

7.29.2008

EL HOTEL


(A mi papá)

Por
Juan Esteban Villegas

Eran las cinco y dieciséis minutos de la tarde cuando tocó a mi puerta. El hotel en el que me hospedaba - ubicado en pleno centro de la ciudad - tenía nueve pisos, una fachada sin graffiti, ofrecía desayuno gratis y sus precios resultaban insultantes de lo baratos que eran. Al llegar al lobby, percibí un fuerte olor a amoniaco que, a medida que la empleada de oficios varios pasaba el trapeador, se intensificaba más y más. Todavía recuerdo la cara que puso cuando vio como yo fui dejando tan campantemente las huellas de mis tenis de tela tatuadas en los baldosines. Mas que de desconsuelo, fue de pura rabia, de brusquedad. Me refiero a la cara de ella.

La habitación era pequeña pero tenía lo indispensable: escritorio, cenicerito, lamparita de noche, televisor (sin control remoto, eso si), una cama bien tendida con sabanas blancas que olían a nuevo, y un enorme ventanal cubierto por una gruesa cortina negra que ya estaba blanca de tanto polvo. En el baño, que tenía paredes color azul-bata-médica, fue donde la cosa, literalmente hablando, se puso peluda. La ducha y el sanitario, fuera de tener un montón de marcas ocres, tenían pelos esparcidos por todo lado. Pelos rojos, rubios, negros, tinturados, lisos y rizados. Lo mismo con el lavamanos y el jabón. Otro hubiese abandonado el hotel de inmediato, pero como yo tan solo iba a pasar una noche, me hice el de la vista gorda. Además no tenía mucha plata. Ni la tengo ahora.

Recuerdo que, días antes a mi viaje, lo llamé para avisarle que iba. Eran muchos años sin verlo. Al abrir la puerta, me encontré con un tipo de un metro setenta y siete de estatura, delgado, de piel cobriza casi morena, con un rostro enjuto y cuadrado. Su quijada, al igual que la de un caballo, se le marcaba por entre las carnes de su cien. Cejas reteñidas y nariz recta. Lucía árabe. Vestía normal: tenis converse, un Levis 505, y una camiseta blanca de manga sisa y con una leyenda que rezaba: El hombre es un ser extraño: Nacer no pide, vivir no sabe y morir no quiere. La reparé por unos segundos.

- Unos dicen que es de Dadá y otros que de Facundo Cabral. ¿Sabés de quién es?
- Entrá - le respondí de manera rápida para no darle una chance más de preguntarme si sabia o no quien era el autor. Nunca me ha gustado que me pregunten algo sin yo saber la respuesta.

Aventé la puerta con tal fuerza que el espejo que colgaba de esta tambaleo por unos segundos. Puse a hacer café. El, de su mochila Lesportsac, sacó tres cajetillas de cigarrillos Boston. Su cara, sus largos dedos, sus ojos color azabache. Me costó trabajo creer que aquel joven, ya con barba, fuese ese bebé a cuyo parto yo había asistido ese sábado de hace más de dos décadas, pasado el medio día.

Notó mi asombro.

- Vos también has cambiado bastante – me dijo mientras le quitaba el papel celofán a una de las cajetillas. Me ofreció un cigarro.
- No tanto como vos. Que hace que tu mamá, sentada en la sala de la casa escuchando boleritos de Manzanero y con una felicidad mayor a la de saber que iba a tener un hijo, le dio por comerse esa chocolatina jumbo jet con maní - exclamé entre labios mientras intentaba prender el cigarro.

Me puse de pie y me dirigí a servir el café.

- No me sirvas a mí. Yo tomo del tuyo.

Aquello se me hizo raro. Su dentadura, tan similar a la mía, me decía que el café era lo suyo. Es mas, en ese instante, recordé como entre sus siete u ocho años, el se sentaba en el corredor de la casa de su abuela, apoyando su espalda sobre una pared llena de trazos hechos con crayolas, y con la misma delicadeza que tiene un músico para coger su instrumento, el agarraba el vasito verde de las tortugas Ninja que su mama le había comprado simplemente por que si, y disfrutaba de su café oscuro. Volví a la mesa con dos tazas, confiando en que cambiaría de opinión.

- No habían pasado 20 minutos de que mi mama se hubiera comido esa chocolatina, cuando le dio por vomitar. A la hora yo ya estaba entre sus brazos. Por mas trágico y exagerado que parezca, es muy duro caminar por la calle sabiendo que un vomito sirvió de preludio a lo que tu registro civil se refiere como fecha de nacimiento.
- ¡Ahhhh! No te las vengas a dar aquí de sufrido – aduje.
- No es que uno sea trágico hermano, sino que vos nacés y la tranquilidad se va al carajo, no hay más vitalidad, no más silencio. Ese mundo que existe por fuera de esa oscura, húmeda y estrecha cueva a la que la maldad no tiene entrada no tiene nada que ver con un nacimiento. Es como una muerte a la inversa, ¿me entendés?

Yo fumaba como puta detenida. Mientras sacudía las cenizas que habían caído sobre mi jean, la escena de cuando su cabeza se asomó por entre los labios mudos de su madre se me vino a la mente. Disfrazado de bebé, ese joven que tenía frente a mí, fumando y tomando café de mi misma taza, lloraba con pasión, daba ciegos manotazos al aire, con cierto halito de impotencia, y temblaba como cuando uno recién sale de una piscina con frío. Y entonces comprendí que el único momento en el que el llanto de un humano es verdaderamente frontal y sincero, es el que éste manifiesta cuando su mamá lo tira a este mundo. Él con ganas de volver a su nicho, su templo, y su madre puje que puje para que luego un tipo de bata azul y manos bruscas forradas con material condón lo cogiera por las piernas y le cortara aquella partecita de su alma que había hecho de su ombligo su casa. Sus eternos instantes de recogimiento y soledad uterina se diluyeron como Alka Seltzer en las lágrimas de felicidad que parrandeaban sobre los pálidos cachetes de su progenitora. El siguió manoteando, gritando, pero todo esto fue en vano: las victoriosas eran ellas dos, su madre y la paupérrima vida (¡que tanto me cuesta llamarle vida a eso!) que existía de su vientre para afuera. Con el pasar de los minutos, él, ya calientito entre una sábana, se dio por vencido y durmió con furia. Su rostro arrugado me lo confirmó.

Volví en si. El cenicero no podía con más colillas. Mi frente y cuello eran todos sudor.

- ¿Sabés por que vine? – indagó. Le alcé las cejas y recogí mis hombros.
- Vos sos de las poquitas personas con las que yo puedo conversar sin tener que decir una sola palabra.

Se rascó un codo, corrió hacia un lado la tupida cortina y asomó su cabeza. La farola de la calle le dio justo en su rostro. Tenia la palabra angustia escrita en su frente.

Tomé un buche de café y me dirigí hacia el baño. Al ver los pelos que nadaban en el sanitario, pensé nuevamente en el día de su nacimiento; esa cara de desconsuelo, tan similar al de la empleada de oficios varios del hotel, se hacía más notable a medida que su cuerpo se deslizaba por entre las piernas de su mama. Recordé también como mordía los pechos de su madre. Aquella era una escena que reflejaba un amor tan blanco y puro como la leche misma que él saboreaba. Lo lindo de todo esto fue que él no abría los ojos; era como si no sintiera la curiosidad de ver a su madre, a la gente que lo rodeaba, al mundo del cual era ya parte, curiosidad de ver que ropa le habían puesto (nada de ropa azul. Lo suyo fue todo rosado. Desde la primera ecografía, el médico siempre dijo que iba a ser una niña. Nadie esperaba un pene más en la familia. De hecho, nadie esperaba nada. Si usted analiza bien las cosas, se va a dar cuenta de que para la gente, una criatura en camino es como cuando se va la luz en las casas: todo mundo anhela que llegue, pero cuando llega nadie le da importancia alguna).

- ¿Estás tirando paja o qué?

Abrí los ojos. Me pareció que su voz provenía del baño mismo. La taza estaba toda meada.

- Ya voy, este inodoro está taqueado – mentí mientras la limpiaba.

Tras sentarme nuevamente en la mesa, me ofreció otro cigarro y me preguntó si quería más café. Le dije que sí. Noté que tanto su cremallera como la mía estaban abajo. O casualidad o mariconada, pensé yo. Cuando volvió con el café, ya la tenía arriba. Yo aproveché para hacer lo mismo.

La habitación no tenía aire acondicionado ni ventilador. Una ciudad con temperatura promedio de 28 grados centígrados no necesitaba de esas vainas, pero la humedad de esa noche estaba realmente insoportable; solamente faltaba el olor a pescado e inmundicia para que pareciésemos estar en una de esas ciudades del litoral colombiano en donde la seguridad democrática de Uribe no existe.

- Solamente a nosotros nos da por tomar tinto con semejante temperatura- exclamó con sonrisa postiza mientras se quitaba la camisa. Lo imité.

Su torso parecía una calle con policías acostados. No había cambiado mucho con relación a cuando tenía cuatro meses y esa huesamenta, sin vergüenza alguna, se develaba por entre sus carnes. No comía, lloraba, se asfixiaba, había que nebulizarlo. Sus pulmones le reclamaban una paternidad que no le correspondía. Tos ferina, bronquitis y neumonía. Su madre lloraba día y noche. Ni leche le salía. Aprendió a decir “Klim” antes que “mamá”. Las costillas se afianzaban cada vez más a su carne. A sus cuatro meses de edad, pesaba menos que cuando había nacido. No había carne ni madre. Ella está absorta en su dolor y él la entendía. Todo él era oxígeno, mangueras por doquier. Vivía trabado, en las nubes. Intentaba abrir sus ojos pero la luz blanca del hospital lo enceguecía; ahora si quería ver el mundo que tanto odiaba, deseaba conocerlo, explorarlo, deslizarse por entre sus rincones para así sustentar su desprecio. Cagaba, vomitaba y lloraba. Lloraba mucho. Más que el culo, el pañal le laceraba el alma, lo ataba a un mundo que era suyo precisamente por eso, por que no lo era.

Haciendo carrizo, y con cigarrillo en boca, comenzó a darle golpecitos a la mesa con los dedos de su mano derecha. Tenía la camisa terciada al hombro. Se dirigió hacia la cama y abrió mi mochila.

- Yo no sabía que te gustaban los boleros.
- Solo los cantineros, los que huelen a bilis - le dije.

Conectó la grabadora (yo no la había visto) que estaba en una de las mesitas de noche y puso a sonar uno. El día en que cruzaste por mi camino, tuve el presentimiento de algo fatal….esos ojos, me dije, son mi destino, esos brazos morenos son mi dolor.

Nos miramos el uno al otro. Ambos sentimos el cimbronazo.

- Escuchar a Emilio Pacheco, sin trago, es como cortarse un dedo, ir donde el doctor, pero no querer mostrárselo – dijo él.
- Ya que le dio por esculcar mi tula sin pedir permiso, termine de requisarla – repliqué.

Una media de ron. A la mierda con el tinto. Se abrió otra cajetilla de Boston y el añejo comenzó a rodar. Felipe Pirella, Leo Marini, Vitin Aviles; uno tras otro, sin dolor alguno, al igual que los tragos.

Como olvidar esa etiqueta de ron. Noche tras noche, con sus pecosas y suaves manos, su abuela, jalonadora de procesos cósmicos como éste, solía poner a hervir una taza de leche a la que luego le echaba unas cuantas góticas de ron. Era bueno para el sueño, decía ella. También mezclaba dizque trozos de penca sábila con jugo de naranja recién hecho; ponía a hervir en agua una cebolla cabezona con tres dientes de ajo por casi doce minutos. Luego le adhería un poco de cabello de ángel casi molido. Y ese man que tenía frente a mi, sentado sobre el regazo de su abuela (quien sin camisa, lo sacaba todas las noches a la azotea de la casa para que recibiera de frente los embates de las bíblicas ventiscas que por esa época azotaban la ciudad) se tomaba aquel menjurje.
Ya había oscurecido. A duras penas podía ver su rostro, distorsionado a través de los orgiásticos anillos de humo que soltaban los cigarros. Intenté prender la luz, pero el bombillo de luz amarillo quesito se quemó. La lamparita de noche tampoco tenía bombillo.

¡Que va! – dijo – no necesitamos luz, eso da mas calor – agregó.

Entre labios, como quien tuviese miedo a ser escuchado, cantamos a Alci Acosta, a Ibrahim Ferrer. Con un poco más de volumen, entonamos los demagógicos y literarios corridos de Antonio Aguilar y los poemas orquestados de Serrat y Sabina. Uno tras otro, estos temas entraban en nuestro torrente, no sin antes anestesiarnos con tabaco, licor y uno que otro de esos brindis que uno hace más por compromiso que por otra cosa.

A media noche, mas flacos de lo que de por si ya éramos, con los ojos como dos persianas y con las piernas como dos jaleas de pata de vaca de esas que se venden en los peajes colombianos, nos pusimos las camisetas y decidimos ir por más trago y cigarros. El usó el ascensor, yo las escalas. El piso de la recepción olía todavía a mezcla de pino con amoniaco. Al verme tan ebrio, la empleada de oficios (quien en ese instante, con guantes de látex, lavaba las paredes) me agarró del brazo y me llevó hasta afuera, con él. De regreso al cuarto, justo antes de comenzar a subir los escalones que me llevarían al noveno piso, resbalé y caí sentado. Lo miré de inmediato. La carcajada que soltó, mas que risa, evocó fue tristeza.

Él estaba en su cuna, rodeado por todos los suyos, quienes, con sus miradas, formulaban una única pregunta: ¿Por qué no te mueres? Súbitamente, como si algo se hubiese apoderado de él, una turbia y angustiosa sonrisa se instaló en sus pequeños y despellejados labios. Luego vino una carcajada melancólica, suicida; fue un guiño de agradecimiento a su padre, madre, galenos, primos, tíos. Miró también a su abuela como quien dice, Dios no es nada al lado tuyo. Sin quererlo, ese bebé, con algo de egoísmo, les agradeció a todos por no haberle hecho sentirse vivo a causa del dolor que él mismo sentía en su endeble cuerpecito, sino mas bien a causa del horror, impotencia y agonía que todos ellos le transmitían cada vez que se le acercaban.

Me tendió el brazo y caminamos como un par de siameses hasta llegar a mi alcoba. A la mañana siguiente, tras haber tomado una ducha con los ojos cerrados y vestirme, puse a hacer café, y cuando estuvo listo, procedí a servirlo, ésta vez, en un solo pocillo.

El espejo que guindaba de la puerta estaba moviéndose de un lado para otro.